Las movilizaciones feministas universitarias del 2018 para muchas personas marcaron un punto de inflexión, un momento de visibilización de una violencia sistemática que, muchas veces, era un secreto a voces en los espacios educativos. Con consignas como el derecho a una educación no sexista, espacios libre de acoso, violencia y discriminación y un reparto igualitario del poder político, directivo y académico, las estudiantes paralizamos liceos, facultades y universidades a nivel nacional. Sin embargo al poco andar de la movilización, nos percatamos que a diferencia de nuestra universidad (UACh) donde gracias al trabajo incansable de colectivas, académicas y funcionarias existía un reglamento AVD, una nueva demanda salió a la palestra pública, el interés masivo de muchas estudiantes por contar con protocolos y reglamentos que sancionaran los casos de machismo que vivían a diario en sus centros educacionales.
El movimiento feminista históricamente ha tenido un acercamiento al derecho, desde sus primeras olas, el reconocimiento por los derechos civiles y políticos se disputaba en sede legislativa, por tanto, la petición de muchas era entendible bajo la lógica de considerar en los instrumentos emanados por las Universidades era una posible solución a la violencia que nos asediaba. Sin embargo muchas veces el Derecho ha sido históricamente un espacio hostil para las mujeres, quienes muchas veces nos hemos visto segregadas, normalizado la violencia que sufrimos, además de la construcción y mantención de estereotipos vinculados a nuestro género. Para nadie es una sorpresa la incapacidad del Derecho a la hora de enfrentar fenómenos tan violentos como el acoso callejero, el maltrato psicológico, la violencia física, sexual, etc. Todo esto forma parte de un sistema de normas construido por y para hombres, un sistema androcéntrico, en el que la falta de representación femenina y la invisibilización de nuestras experiencias ha sido la regla general.
Sin embargo en casos como el de Ámbar, menor asesinada por la pareja de su madre, nuevamente vemos como el movimiento feminista parece buscar una respuesta de la violencia estructural en el sistema penal ¿está ahí la solución?.
Llama la atención ver cómo el discurso penal se ha “revalidado” gracias al nuevo uso que de él hacen movimientos sociales. Casos como el de Antonia donde se pedía hacer una ley con el fin de “reivindicar la justicia” aplicando mayores sanciones punitivas para los agresores, o un aumento de pena, que se escucha igualmente en el nombrado caso de Ámbar donde parte de la población civil pedía la restauración de la pena de muerte como respuesta a un delito reincidente.
En una vereda, a primera vista opuesta, se encuentran las feminista llamadas antipunitivistas, las cuales muchas veces concuerdan con lo enunciado por Rita Segato (2015) quien se adscribe bajo la reflexión anti carcelaria, y que expone las “contradicciones que esto puede suponer” bajo la mirada de Segato “el acto de violación es la punta del iceberg”, la manifestación de un “mal social”.
Bajo esta lógica se podría considerar el recrudecimiento de las penas como un esfuerzo innecesario, pues pondremos el foco en el síntoma y no en la enfermedad, invisibilizando el problema de raíz, que es el patriarcado. Hugo Bustamante no era un simple “psicópata” es más bien un sano hijo del patriarcado. En palabras de Lucía Núñez (2019) “Las problemáticas estructurales que se enfrentan desde la justicia penal son inevitablemente reducidas, pues sólo se adjudican responsabilidades individualizadas por conductas de acción u omisión que transgreden una norma previamente estipulada.”
¿Es entonces la cárcel un lugar de reinserción social? Mi respuesta es no, si solo miramos hacia la etapa de ejecución, es decir la etapa final del proceso judicial, y pedimos un endurecimiento de las penas como forma de “justicia” solo perpetuamos aún más los sesgos de clase existentes en el sistema carcelario actual. Henry D. Thoreau (1854) ya decía “La ley jamás hizo a los hombres un ápice más justos”. Si desviamos nuestra mirada a la sanción y nos olvidamos de la prevención como forma de erradicación de las violencias, estaremos adoptando una actitud reactiva.
La llamada “función simbólica de la pena” no debiese de estar siempre en manos del Estado, si delegamos a éste como el único ente que ejerce su poder a través del ius puniendi estamos traspasando una responsabilidad social. Ser antipunitivista no significa no pedir sanción, significa repensar espacios de concientización más allá de las penas aflictivas, la sanción no siempre debiera ser pensada en logias carcelarias, significa el reconocimiento de un problema basal. Incluso en medidas de autotutela como son las funas, las personas a veces siguen compartiendo vínculos con los agresores, sin importar la sanción social, por tanto las reformas deben ser estructurales. Cambiar a un nuevo paradigma que nos lleve a redes de apoyo comunitarias, a una educación feminista y por último garantías sociales efectivas. Donde se contemple el exigir operadores públicos que utilicen la perspectiva de género en sus actividades diarias, y tanto en la creación de políticas públicas como en la resolución de casos jurídicos.
Para solucionar el problema de una vida libre de violencias, a mi criterio, no es necesario pedir la creación de más leyes, pues muchas aún están en tramitación, como es el caso de la llamada “Ley pack” que sanciona la difusión de imágenes íntimas sin consentimiento. Casos como el de la “Ley Zamudio” ha sido muchas veces una “acción panfletera” sin resultados reales en disminuir los casos de discriminación, en este caso a la población LGBTIQ+. El creer que una ley soluciona un sistema heterocispatriarcal es sobrecargar aún más, al ya colapsado Sistema de Justicia.
Mi solución radica en un trabajo constante que siga encontrando en la lucha social una forma de presión y de protección ante casos tan horribles como son el de Antonia, Ámbar y el reciente caso del “doble suicidio” de las comuneras mapuche en Ercilla (lo pongo entre comillas porque solo hace recordar el caso de Macarena Valdés, cuya muerte fue el 22 de agosto del 2016). Me quedo con parte de la letra de Las Tesis como reflexión final “Impunidad para mi asesino” como una llamada no necesariamente a encontrar en el derecho la solución, sino visibilizar la violencia estructural que a diario nos vemos enfrentadas. Mientras más que justicia, se busque venganza, seguirán existiendo muchos casos más.
¿Es entonces la cárcel un lugar de reinserción social? Mi respuesta es no, si solo miramos hacia la etapa de ejecución, es decir la etapa final del proceso judicial, y pedimos un endurecimiento de las penas como forma de “justicia” solo perpetuamos aún más los sesgos de clase existentes en el sistema carcelario actual.